CATOLICOS Y POLÍTICA - 3

POLÍTICA Viernes 3 de Mayo de 2013

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Los laicos que se implican especialmente en la vida política deben conocer bien la doctrina de la Iglesia sobre la política ¡y vivirla con fidelidad! Si en tema tan grave y complejo se guían por los criterios del mundo, ellos vendrán a ser, sin duda, los principales y más eficaces aliados del diablo, el Príncipe de este mundo. Habrán vendido su alma al diablo.

Autor: Pbro. José María Iraburu - Infocatólica.com

La Iglesia católica tiene una excelente doctrina política, que es ignorada no poco en nuestro tiempo. Es verdad que en los últimos decenios ha sido escasamente predicada, y como «la fe es por la predicación» (Rm 10,17), eso explica que sea ignorada incluso por buenos católicos

También es verdad que después del Vaticano II apenas se han producido grandes documentos de la Iglesia sobre la doctrina política. Si consultamos, por ejemplo, los Documentos políticos del Magisterio eclesial, publicados por la Biblioteca de Autores Cristianos (1958, nº 174), comprobamos que esta antología, en un período de unos cien años (1846 -1955), es decir, entre Pío IX y Pío XII, incluye 59 documentos, de los cuales una buena parte son encíclicas. En cambio, durante la segunda mitad del siglo XX y hasta hoy la Iglesia apenas ha publicado documentos políticos.

En nuestro tiempo el Magisterio apostólico ha publicado numerosos documentos sociales, llamando también al compromiso político de los cristianos. Pero aparte de algún discurso ocasional –en la ONU, por ejemplo–, se ha propuesto muy escasamente la doctrina política de la Iglesia católica. Algunas verdades se han recordadp al paso, por ejemplo, en la encíclica Centesimus Annus (1991: 44-48). Y también al paso Juan Pablo II, en la encíclica Evangelium vitæ (1995: 20-24, 69-77), reafirma varios principios doctrinales de política, hoy muy olvidados, e incluso negados, por los católicos que viven en regímenes democráticos. El documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política (24-XI-2002), es una Nota breve, que se limita a «recordar algunos principios propios de la conciencia cristiana, que inspiran el compromiso social y político de los católicos en las sociedades democráticas». También han de tenerse en cuenta las precisiones que Benedicto XVI hace en su encíclica Deus caritas est (2005) sobre las relaciones entre política y fe, entre justicia y caridad (n.28-29)

Los Pastores sagrados enfrentan hoy con frecuencia cuestiones morales concretas de la vida política. Educación, divorcio, justicia social, medios de comunicación, moralidad de ciertas leyes, etc., son objeto frecuente de su ministerio docente. Otras cuestiones concretas hay en las que la iluminación de la Iglesia resulta insuficiente, y a veces incluso contradictoria entre unos y otros Obispos: objeción de conciencia, participación de los fieles en grandes partidos liberales, o apoyo a partidos mínimos de inspiración cristiana, obediencia o resistencia a leyes injustas, dar o no la comunión eucarística a políticos católicos infieles, etc. Falta al pueblo cristiano con relativa frecuencia una respuesta clara y unánime a cuestiones a veces muy graves. No hay criterios claros y unánimes sobre cómo el pueblo cristiano debe vivir políticamente en Babilonia. Más aún: son muchos los que aún no se han enterado de que estamos viviendo en Babilonia. Quieren mantener a toda costa una actitud positiva y optimista ante el mundo moderno, al que no le niegan, ciertamente, «algunos errores». Pero en definitiva, no quieren estar en una oposición radical, sino con el gobierno o como alternativa de gobierno.

Por el contrario, el juicio pastoral explícito del mismo sistema político vigente suele ser escaso. Esto es así sobre todo cuando se trata de regímenes democrático liberales, pues sobre los gobiernos totalitarios suele hacer la Iglesia discernimientos más fuertes y claros. Quizá los Pastores, al no haber coincidencias suficientes en el juicio de las democracias modernas, en cuanto tales, prefieren mantenerse en el silencio. En todo caso, parece evidente que tanto entre los Pastores como en el pueblo católico falta hoy en las cuestiones políticas la unidad suficiente de pensamiento, que haría posible una acción unitaria y eficaz.

Por eso muchos pensamos que la doctrina política de la Iglesia, elaborada de mediados del siglo XIX a mediados del XX, está urgentemente necesitada 1.-de confirmación y 2.-de desarrollo. Eso exigiría grandes Encíclicas, más de una, y probablemente la celebración de un Concilio. Recordaré aquí, «mientras tanto», unos cuantos principios fundamentales de la doctrina católica sobre la política, señalando también los errores que la impugnan. Son principios que deberían estar incluidos en los Catecismos para niños y adolescentes. Si no los conocen, de mayores pensarán como sus padres, que en gran parte piensan sobre estos temas según el mundo, no según Dios (Mc 8,33).

1º.–La autoridad política de los gobernantes viene de Dios, esté ella constituída por herencia dinástica, por votación mayoritaria de una democracia orgánica o partitocrática, por acuerdo entre clanes o siguiendo otros modos lícitos. No hay autoridad que no provenga de Dios, pues cuantas existen por Dios han sido establecidas. Consecuentemente, la obediencia a las autoridades políticas legítimas debe prestarse «en conciencia» (Rm 13,1-7; 1Pe 2,13-17).

2º.–Las leyes civiles tienen su fundamento en la ley natural, en un orden moral objetivo, instaurado por Dios, Creador y Señor de toda la creación, también de la sociedad humana. De otro modo, es inevitable el positivismo jurídico, propio del liberalismo, que lleva necesariamente alrelativismo moral. Ese árbol malo solo produce frutos podridos: tantas leyes actuales perversas, caminos de perdición, la interna división de los pueblos en trozos partidos contrapuestos, el bien ganado menosprecio de los gobernantes y de sus leyes. Muchas encuestas nos aseguran que los políticos son hoy los profesionales menos apreciados de todos los gremios de la sociedad.

El liberalismo niega totalmente esos dos principios. Todos los derivados políticos delliberalismo son hijos naturales suyos –democracia liberal, totalitarismos socialistas o comunistas, nazis o fascistas, dictaduras de un partido único o de líderes populares, etc.–, todos, como bien advirtió Pio XI (Divini Redemptoris 1937). Y todos, el liberalismo y todos sus hijos, aunque en modos diversos, niegan frontalmente que la autoridad política venga de Dios, y que las leyes positivas sólamente sean válidas si se fundamentan en el orden moral natural.

En mi opinión, el término de liberalismo, consagrado por el Magisterio apostólico, debe mantenerse –y se mantiene (38)–, porque es más exacto que otros equivalentes. El naturalismo es palabra sin sentido en los sistemas modernos que niegan un orden natural. Hablar de política racionalista es inadecuado, cuando quienes la propugnan niegan a la razón el poder de llegar a conocimientos objetivos de la verdad. Y el laicismo es término muy equívoco, pues laicos son precisamente los católicos.

El liberalismo fundamenta la autoridad de los gobernantes exclusivamente en el hombre, en su libertad –la soberanía popular, la mayoría de los votos, el partido único o el gran jefe popular o dinástico–. Las leyes, igualmente, se apoyan sólo en el hombre –«seréis como dioses, conocedores [determinadores] del bien y del mal» (Gén 3–), en una mayoría de votos, en un partido carismático, en lo que sea, pero siempre en un positivismo jurídico absoluto, en un relativismo cambiante que rechaza la soberanía de Dios y a veces su misma existencia, y que no mantiene sujeción alguna a los presuntos valores morales de un orden natural objetivo.

El liberalismo es, pues, un ateísmo práctico (León XIII,1888, Libertas: 1,11,24). Ya en 1864 describía el papa Pío IX este ateísmo político y moral, según el cual «la razón humana, sin tener para nada en cuenta a Dios, es el único árbitro de lo verdadero y de lo falso, del bien y del mal; es ley de sí misma; y bastan sus fuerzas naturales para procurar el bien de los hombres y de los pueblos» (Syllabus 3).

Por el contrario, numerosos documentos de la Iglesia, especialmente entre 1850 y 1950, rechazan esa doctrina y, con toda exactitud, comprobada históricamente en nuestro tiempo, anuncian las nefastas consecuencias que traerá consigo su aplicación práctica. En ese mismo sentido, el concilio Vaticano II afirma que es completamente falsa «una autonomía de lo temporal que signifique que la realidad creada es independiente de Dios y que los hombres pueden usarlasin referencia a Dios» (GS 36). En efecto, hay que «rechazar la funesta doctrina que pretende construir la sociedad prescindiendo en absoluto de la religión» (LG 36).

Juan Pablo II, en la encíclica Evangelium vitæ, denuncia que «en la cultura democrática de nuestro tiempo se ha difundido ampliamente la opinión de que el ordenamiento jurídico de una sociedad debería limitarse a percibir y asumir las convicciones de la mayoría y, por tanto, basarse sólo sobre lo que la mayoría misma reconoce y vive como normal», sea ello lo que fuere.

Según esto, «la responsabilidad de la persona se delega en la ley civil, abdicando de la propia conciencia moral, al menos en el ámbito de la acción pública» (69). La raíz de este proceso está en el relativismo ético, que algunos consideran «como una condición de la democracia, ya que sólo él garantiza la tolerancia, el respeto recíproco entre las personas y la adhesión a las decisiones de la mayoría; mientras que las normas morales, consideradas objetivas y vinculantes, llevarían al autoritarismo y a la intolerancia» (70). «De este modo [por la vía del relativismo liberal] la democracia, a pesar de sus reglas, va por un camino de totalitarismo fundamental» (20). Y a él ha llegado ya, pues «en los mismos regímenes participativos la regulación de los intereses se produce con frecuencia en beneficio de los más fuertes, que tienen mayor capacidad para maniobrar no sólo las palancas del poder, sino incluso la formación del consenso. En una situación así, la democracia se convierte fácilmente en una palabra vacía» (70).

«Para el futuro de la sociedad y el desarrollo de una sana democracia, urge, pues, descubrir de nuevola existencia de valores humanos y morales esenciales y originarios, que derivan de la verdad misma del ser humano y expresan y tutelan la dignidad de la persona. Son valores, por tanto, que ningún individuo, ninguna mayoría y ningún Estado nunca pueden crear, modificar o destruir, sino que deben sólo reconocer, respetar y promover» (71; cf. también Nota 2002, 2-4).

La batalla de Benedicto XVI contra el relativismo comenzó en el mismo inicio de su pontificado. Y la mantiene hasta hoy: «todos los hombres están llamados a reconocer las exigencias de la naturaleza humana inscritas en la ley natural y a inpirarse en ella para formular leyes positivas, que rijan la vida en la sociedad. Si se niega la ley natural, se abre el camino al relativismo ético y al totalitarismo» (16-VI-2010).

Los católicos liberales son círculos cuadrados. Muchos políticos cristianos de Occidente han aceptado el ateísmo práctico del liberalismo en la vida política, primero como hipótesis prudencial de gobierno, y hace ya tiempo como tesis. Y a pesar de que profesan «la funesta doctrina que pretende construir la sociedad prescindiendo en absoluto de la religión» (LG 36), sin embargo, se atreven incluso a fundamentar su posición anti-cristiana en la doctrina del Vaticano II. Pero el concilio enseña justamente lo contrario: enseña «el deber moral de los hombres y de las sociedades para con la verdadera religión y la única Iglesia de Cristo» (DH 1). Y manda, sobre todo a los fieles católicos, que «en cualquier asunto temporal deben guiarse por la conciencia cristiana, dado que ninguna actividad humana, ni siquiera en el dominio temporal, puede sustraerse al imperio de Dios» (LG 36).

Los católicos que militan en un partido liberal, aunque tenga éste cierta inspiración cristiana, jamás pronuncian en público la palabra Dios, que viene a ser el Innombrable, algo próximo al Inexistente. Toda alusión a Dios debe ser evitada sistemáticamente en la moderna vida política, pues es contraria a la unidad y la paz entre los ciudadanos, y es causa probable de separación y enfrentamientos. El bien común político, por tanto, ha de ser procurado «como si Dios no existiera». Y la fe personal que puedan tener los políticos cristianos debe quedar silenciada y relegada absolutamente a su vida privada.

La Constitución Española de 1978 es agnóstica, y por tanto liberal. Ya en su mismo inicio establece que «la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado» (Constitución española, 1978, art. 1,2). Esa soberanía popular puede entenderse de muchos modos, pero en su significación más obvia puede hacer lícito y constitucional el aborto, el divorcio rápido sin causa, el «matrimonio» homosexual, la eutanasia, la poligamia y todo aquello que los poderes del Estado, fundamentados en la soberanía del pueblo español, estimen en cada momento conveniente para el bien común, pues prescinde por sistema de toda referencia a Dios, a la ley natural y también a la tradición histórica nacional.

Don Marcelo, Cardenal González Martín, antes del referéndum sobre la Constitución, advertía que el texto, en temas de suma importancia –matrimonio, familia, aborto, divorcio, educación, medios de comunicación, etc.– quedaba abierto, o insuficientemente cerrado, a enormes crímenes legales, destructores de la nación (28-XI-1978). Y sus previsiones se han cumplido. Y seguirán cumpliéndose.

«Estimamos muy grave proponer una Constitución agnóstica a una nación de bautizados, de cuya inmensa mayoría no consta que haya renunciado a su fe. El nombre de Dios, es cierto, puede ser invocado en vano. Pero su exclusion puede ser también un olvido demasiado significativo». Un silencio que explica «la falta de referencia a los principios supremos de ley natural o divina. La orientación moral de las leyes y actos de gobierno queda a merced de los poderes públicos turnantes». Y advierte finalmente: «Cuando por todas partes se perciben las funestas consecuencias a que está llevando a los hombres y a los pueblos el olvido de Dios y el desprecio de la ley natural, es triste que nuestros ciudadanos católicos se vean obligados a tener una opción que, en cualquier hipótesis, puede dejar intranquila su conciencia»: si la aceptan, por ir contra la conciencia; y si la rechazan, por verse como causas de división. Pero «la división no la introducen ellos, sino el texto presentado a referéndum».

Quienes, por gracia de Dios, colaboramos un tiempo, aunque breve, con Don Marcelo sabemos bien que no le importaba nada quedarse solo en algunas cuestiones. En este caso concreto, tenía claro que el Magisterio de la Iglesia estaba con él. Pocos años antes, en 1961, había escrito el papa Juan XXIII en la Mater et Magistra (217):

«La insensatez más caracterizada de nuestra época consiste en el intento de establecer un orden temporal sólido y provechoso sin apoyarlo en su fundamento indispensable, o, lo que es lo mismo, prescindiendo de Dios; y querer exaltar la grandeza del hombre cegando la fuente de la que nace y se alimenta, esto es, obstaculizando y, si fuera posible, aniquilando la tendencia innata del alma hacia Dios. Los acontecimientos de nuestra época, sin embargo, que han cortado en flor las esperanzas de muchos y arrancada lágrimas a no pocos, confirman la verdad de la Escritura: “si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles” (Sal 127,1)».

Más artículos de la serie:

http://www.losprincipios.org/politica/catolicos-y-politica-1.html

http://www.losprincipios.org/politica/catolicos-y-politica-2.html

Autor: Pbro. José María Iraburu - Infocatólica.com

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