NOTA DE OPINIÓN Viernes 13 de Junio de 2014

LOS ARGENTINOS NOS HEMOS CONVERTIDO EN RANAS

0_rana.jpg Nos hemos convertido en ranas

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“El mundo ha cambiado… Mucho de lo que una vez fue, se ha perdido. Pues nadie sigue vivo que lo recuerde… La historia se convirtió en leyenda. La leyenda se convirtió en mito… Y ciertas cosas, que no deberían haber sido olvidadas, se perdieron…” J.R.R. Tolkien.

Vivimos en tiempos extraños. La consciencia colectiva ha quedado adormecida en medio de un relativismo que en realidad nos engaña al hacernos creer  que todos podemos pensar lo que queramos, pero que en realidad oculta los nuevos dogmas que rigen nuestros días.

Como sociedad hemos cruzado a través del espejo de Alicia, y vivimos engañados en un mundo que ya no es más el que era, pensando que nada ha cambiado, o que siempre fue así.

Las palabras que representaban valores universales de la moral y la ética, se esgrimen hoy con más frecuencia que nunca, pero con significados totalmente diferentes. De esta forma, por dar un ejemplo, cuando nos hablan  de tolerancia, utilizan esa palabra  para describir la situación en la que algunas personas pueden decir lo que piensan (por más radical, falaz, ilógica, o hiriente que resulten sus opiniones y posturas) y el resto debe permanecer en silencio, sin poder replicar o protestar. En el diccionario español vamos a encontrar que en realidad la tolerancia es el mutuo respeto que se deben recíprocamente las personas de bien a pesar de tener puntos de vistas encontrados. Lo otro no es tolerancia: es sumisión y obediencia. En criollo, mirar al piso y aguantar hasta que pase…

La convivencia de los seres humanos es compleja, y si no se tiene mucho cuidado podemos caer en conductas masivas  que atentan contra la dignidad de cada persona. A lo largo del s.XIX y la primera mitad del s.XX tenemos una larga lista de episodios donde grandes  mayorías sojuzgaron o destruyeron a minorías de distintos lugares y naciones. Sin embargo, no es esa  la única forma en que podemos trastornar la convivencia saludable de una sociedad. Es posible también invertir la fórmula: minorías que sojuzgan o destruyen al resto de la sociedad. Claro está, que mientras para el primer caso  basta imponer con violencia la superioridad numérica; en el segundo caso se requiere la desactivación de los instintos de supervivencia y defensa  de grandes grupos  para que permitan el atropello sistemático de sus derechos más elementales.

Hoy asistimos a un espectáculo macabro en nuestro país, donde un sector muy pequeño de la sociedad  ha logrado sojuzgar ideológica e intelectualmente a las grandes masas argentinas. Son minorías que nos exigen “tolerancia y respeto” cada vez que deciden pisotear nuevamente a todo el resto.

LOS ARGENTINOS  NOS HEMOS CONVERTIDO EN RANAS

Los hombres de ciencia descubrieron que si intentan sumergir una rana en un recipiente con agua en ebullición, el animal se resiste por todos sus medios y con todas sus fuerzas, buscando saltar fuera del agua. Sin embargo, si la rana es colocada en un recipiente con agua fría, el animalito dócilmente permanecerá en el lugar. Si luego aplicamos lentamente y con gran cuidado una fuente de calor, el organismo de la rana se irá adaptando al suave  (pero constante)  incremento de temperatura… Cuando finalmente el agua esté en su punto de hervor, será demasiado tarde para que el animal intente algún tipo de resistencia… La rana ya sufrió un paro cardíaco y murió cocida. Este cruel experimento ha sido estudiado por casi todos ideólogos de los sistemas de poder estatal para hacer cada vez más eficiente su dominación sobre la sociedad. Para el dictador post-moderno o para los nuevos grupos hegemónicos del siglo XXI, el sistema más eficiente es aquel donde el dominado ignora por completo que vive encadenado. Más aún, algunos intelectuales han descubierto que es posible (con un cuidadoso trabajo doctrinario que empieza en la escuela primaria donde la mente del niño es moldeable y dócil) lograr generar en la gente una falsa sensación de felicidad, y por lo tanto que caigan en una suerte de “síndrome de Estocolmo” en forma colectiva, donde las masas abrazan con cariño a sus captores y su situación de esclavitud ideológica y económica.

En la Argentina cada vez que alguien o algunos han intentado dominar de forma frontal y directa al país, han encontrado una larga serie de resistencias que en muchos casos han logrado  impedir dichos intentos de captura. Tal vez el ejemplo más claro sean las dos invasiones inglesas (1806-1807). Desde entonces nos jactamos popularmente de cierta rebeldía como sociedad y un gran espíritu de lucha frente al invasor que intenta raptar el destino de nuestra Patria y los sueños de su pueblo. Esto no es tan distinto a la reacción de la rana cuando la tiran de golpe en la olla de agua hirviendo. Sin embargo, y no en pocas oportunidades, cuando el dominador opta por un camino más lento y retorcido  donde poco a poco va tendiendo el lazo, la cosa cambia. Nunca vamos a saber si la rana en algún momento antes de morir fue consciente de que la estaban cocinando, o si todo el tiempo pensaba ingenuamente  que estaba tomando un baño de agua tibia. Los argentinos se han esforzado en desarrollar un instinto alerta  frente a la imposición política, cultural, o económica que llega de golpe y con violencia. Pero han descuidado el otro flanco: son sumamente dóciles a un trabajo psicológico meticuloso  en pos de  generar una consciencia permeable, pensamientos acordes a los del dominador, y finalmente construir algunas personalidades tan alienadas que llegan a pensar  que todo sigue igual, o incluso que estamos mejor…

LA DEMOCRACIA Y EL ESTADO DE DERECHO  VS. LA DICTADURA DE LA CORRUPCIÓN

Como sociedad se nos anima a festejar el retorno de una democracia que significó el regreso de la libertad política. Es un hecho histórico que nadie puede negar, y es totalmente lógico sentirnos orgullosos de los acontecimientos que dieron paso a un sistema de gobierno ajustado a nuestras leyes. Sin embargo, no debemos confundirnos. No podrían estar más equivocados los que definen esta etapa de nuestra historia nacional como una suerte de “renacimiento” para el Estado de Derecho. Ese relato ficticio que ilustra una situación idílica donde a partir de 1983 el ciudadano argentino  puede convivir con el resto de sus pares y con el Estado bajo  la garantía de que sus libertades individuales serán  respetadas, oculta una siniestra contra-partida… El nacimiento de un nuevo tipo de dictadura que reemplazó silenciosamente a la anterior: La Dictadura de la Corrupción.

En esencia estamos haciendo referencia a  la creación, imposición y luego legitimación de un sistema pérfido donde quienes detentan el  poder político  pueden  manejar a su antojo los rumbos y el capital de la Nación sin rendir cuentas a nadie. La génesis de esta realidad, por extraño que parezca, tiene mucho en común con los peores sistemas de gobierno que hemos conocido como sociedad: la justificación intelectual de una realidad trastornada, la convivencia pasiva de cada uno de los tres poderes con los crímenes de corrupción que cometan los otros dos, la violación flagrante del “Estado de Derecho”, y la persecución sistemática de los disidentes. El modo de operar de esta  dictadura es estrictamente  funcional a lograr su perpetuidad en el poder, ya sea con uno u otro color político de fantasía. En nuestro país, tal como lo anunciaba el politólogo alemán Max Weber, nuestros partidos políticos ya no buscan la felicidad del pueblo y el crecimiento como país. Se han convertido en mega estructuras sociales que se disputan la administración de la cosa pública, y la rentabilidad que esta les brinda a los conductores. En cada elección no asistimos, como se cree con infantil candidez, a la elección de candidatos que van a dirigir nuestra economía, nuestra política exterior,  o el desarrollo nacional. Es una simple pugna por el poder, y por ver quién ocupa diferentes sillas, puestos, y jerarquías. Nada más. Todo se realiza con la más prolija y despiadada  hipocresía, y con un estudiado discurso que genera confusión en el electorado. De esta manera, cada facción elige como estandartes  grandes hitos de la Historia Argentina, y  se disfrazan con las imágenes de los grandes caudillos que conoció el pueblo. Se hacen promesas, y ellas se expresan en  discursos grandilocuentes donde palabras como “felicidad”, “unidad”, “progreso”, “mejoras”, “crecimiento”, “justicia” son bastardeadas en medio de una farsa que prostituye  a la verdadera democracia.

Finalmente, ningún político estará  obligado a cumplir sus promesas electorales, y  siempre encontrarán  algún motivo para no poder alcanzar  los objetivos propuestos. Los dirigentes se limitan estrictamente a realizar las mejoras mínimas necesarias para evitar estallidos sociales, mientras ellos se benefician con cualquiera de los sub-productos que brinda el poder. Pasan los años, y cuando llegan las siguientes elecciones no son pocos los personajes  que tienen la osadía  de volver a dirigirse a las masas y pedir que lo acompañen en otro período  para “ver si pueden” completar en esta nueva oportunidad  todo lo que no hicieron en los años que ya  estuvieron en el cargo. Nuestra legislación observa severas penas para el fraude, la mentira institucional, el engaño, pero nada de esto se aplica al funcionario que se va luego del ejercicio de su mandato. Goza de una suerte de  impunidad total y descarada, que atenta contra las bases de nuestro Sistema Legal y los principios que enuncia nuestra Constitución Nacional. Es casi un juego infantil, al que la gente acude con la misma ingenuidad y credulidad con que podríamos asistir al cine. Tal como auguraban los filósofos y politólogos alemanes de finales del s.XIX y principios del s.XX,  nos encontramos frente a un nuevo protagonista social: los  políticos 'de carrera'; personas que sin importar lo que prometieron, hicieron, o dejaron de hacer,  van rotando y deambulando por distintas funciones públicas ante la increíble pasividad del electorado que sigue votando sus listas. Se crea así una nueva clase social, una nueva casta: la dirigencia política, un club exclusivo al que en raras ocasiones se suman nuevos nombres. Su status quo está protegido por el sistema legal, al que fuerzan con interpretaciones tan extrañas como ridículas. Se guían incluso por una suerte de “espíritu de cuerpo”, ya que por mucha enemistad que aparentan, ningún político electo ha puesto tras las rejas a los funcionarios que abandonan el cargo.

Lo que pasa es que esta nueva dictadura vino con herramientas para las cuales el argentino promedio no estaba preparado. No  hay una dominación a punta de fusil, ni la gente es oprimida por las bayonetas. Hoy el pueblo se ha prestado alegremente a la manipulación, asumiendo una  distorsión de la historia como verdadera, y ha sido adoctrinado en función de los principios y “dogmas” que sostienen a esta farsa democrática en el  poder. Cientos de miles de argentinos han aprendido desde muy chicos a respetar y obedecer a este sistema, que en realidad esconde en su naturaleza pérfida un engaño de dimensiones bíblicas.

LOS DOGMAS DE UN  RELATIVISMO INTOLERANTE Y OPRESOR

Cualquier idea que se exponga como un absoluto, corre un altísimo riesgo de pasar a convertirse en una falacia, por la sencilla razón de que no vivimos en realidades simples, ni en esquemas binarios. Un dogma es aquella idea o tesis que se comprende  como “verdad revelada”, se la envuelve de un aura místico, y se impone de forma enfática frente a cualquier otra forma de pensar la misma realidad. Por definición, los dogmas se enseñan: no se explican, no se razonan, no se discuten, y sobre todas las cosas, nunca  se cuestionan…  En medio de una post-modernidad que los filósofos e intelectuales acuerdan en expresar bajo el signo de un relativismo casi absoluto, donde aparentemente han sido exterminadas las antiguas matrices de pensamiento, han vuelto a surgir desde las catacumbas de la ignorancia nuevos razonamientos absolutos de raíz dogmática. 

Algunos son  totalmente falaces, otros presentan  construcciones teóricas que mezclan elementos verdaderos con otros que son todavía objeto de estudio. Lo cierto es que nadie puede animarse a contradecirlos. Pensamos erróneamente que vivimos en una sociedad “progresista” o “liberal” sólo porque nuestro país dejó de lado  valores tradicionales que pertenecían al mundo hispánico y católico, que durante casi cuatrocientos años imperaron en el imaginario colectivo. Pero los argentinos no reemplazamos una estructura rígida por una  ausencia total de estructuras  como opinan algunos. Por el contrario, en realidad  hemos aceptado otros paradigmas nuevos que en su gran mayoría  son una argentinización de conceptos foráneos. Pero no los aceptamos en un marco de debate y de continuo discernimiento. Los importamos y les dimos un status de nueva ley, colocándolos en el mismo altar en que antes estaban las ideas de los conquistadores españoles. Basta intentar opinar diferente, objetar la forma en que entendemos la realidad, o incluso presentar ideas que contradigan los nuevos valores aceptados, para encontrar un franco rechazo por parte de una sociedad que ha sido disciplinada por una escolaridad cuidadosamente manipulada. Cuestionar el funcionamiento del capitalismo, de la formas democráticas de gobierno, de la “tolerancia” que nos fue impuesta,  nos coloca automáticamente en el paredón de fusilamiento social donde serán nuestros propios vecinos  los que  disparen los anti-cuerpos con los que seremos estigmatizados y desacreditados para siempre. En algunos casos, la imposición de valores roza lo inaudito. En este momento, el sólo intento de poner en duda ciertas claves del pensamiento post-moderno, o intentar reflexionar sobre la veracidad de algunos hechos que se nos ofrecen como  ciertos al 100%, podría llegar a colocarnos en la frontera de la “apología del delito”, con el riesgo cierto de terminar presos.

La pereza intelectual y una alta dosis de ingenuidad nos están estrangulando. Hemos llegado al punto de olvidar quienes somos, y qué representaba en algún momento la argentinidad. Nos conformamos con sobrevivir, y aplaudimos con fervor medidas económicas y políticas que en cualquier Universidad del mundo serían calificadas como  técnicas de dominación de pizarrón. Contemplamos con pasividad el circo televisivo que nos ofrece un repertorio payasesco de “líderes” políticos que al igual que en un show de lucha libre, simulan peleas viscerales, cuando en realidad ninguno de ellos pone en duda las bases corruptas de un sistema que atenta contra la independencia de este país. Oficialismo, oposición, peronistas, radicales,  y un sinfín de combinaciones que escapan a un análisis cuerdo se pasean frente al público haciendo gala de su decadencia. Sólo en países que realmente parecen hacer un gran esfuerzo  por no pensar se pueden presentar situaciones como las que nos hemos acostumbrado a ver todos los días en las noticias y diarios. Conservadores que se disfrazan de populistas, liberales que aparecen como socialistas, líderes de izquierda que son grandes capitalistas,  y extrañas cruzas de ideologías  que han parido mutantes como por ejemplo  pseudo-nacionalismos de corte chauvinista que en realidad son funcionales a intereses e ideologías extranjeras.

La paradoja de un país donde estudiar es gratuito, y donde tenemos más bibliotecas sobre cantidad de habitantes  que muchos países europeos, es que seamos tan faltos de criterio a la hora de juzgar una clase dirigente que parece aspirar a fundar un circo  itinerante.

Se equivocan los que quieran pensar  nuestro presente como una especie de tragedia. Esta vez lo hemos elegido nosotros, y lo toleramos pasivamente. Asistimos, al igual que en la caída del Imperio Romano, a una invasión bárbara de pre-conceptos y paradigmas que conspiran para destruir lo poco que queda de nuestro pasado como potencia internacional de  primer mundo. Y el derrumbe argentino se acelera día a día, convirtiéndose en una debacle veloz, como un avión que entra en barrena sin control. Pero en esta caída no hay llantos, no hay indignación, no hay rebelión, no hay ningún tipo de reacción que podría ser considerada como razonable e incluso, saludable. Hay muchos sueños, pero ninguna decisión de sacrificarse en pos de ellos. Hay mucha gente que percibe que algo anda mal, pero ninguno se cuestiona la forma de razonar que nos llevó hasta este lugar. Lamentablemente la proyección de la realidad actual de  Argentina y los argentinos no permite vislumbrar un futuro muy amable. Hay una tendencia hacia una favelización de las ciudades  que en otro tiempo fueron algunas de las más bellas del continente. Tenemos argentinos que han decidido hacer del no-trabajo una forma extraña y destructiva de militancia política, donde se pide mucho, y no se ofrece absolutamente nada a cambio. Aceptamos políticas que deprimen nuestra economía, políticas sociales que dividen al país, y estrategias de exclusión ideológica que nos transforman en un país del que se avergüenzan las grandes naciones. Somos la risa del mundo, con nuestro orgullo inflado por demagogos, sueños de gigantes, y realidades de liliputienses. Mientras cada vez se engrosa más la comunidad ridícula de no-trabajadores, nuestra clase trabajadora es devorada por una nueva pandemia nacional: el opio capitalista del consumismo, la droga de los trabajadores. Trabajan para tener, y su vida se calcula en cuántos autos, electrodomésticos, viajes, o  innecesarios  juguetes tecnológicos pudieron comprar. Están dejando su vida en el trabajo, y después cambian su vida por espejitos de colores… Uno de los grandes signos que identifican este  medioevo post-moderno apocalíptico en que nos movemos, es que  las alegrías efímeras del trabajador  tienen que ver con muchas cuotas sin interés, y no con grandes triunfos nacionales o con el verdadero crecimiento personal de cada ciudadano. Como nunca en toda nuestra historia, los jóvenes se entregan a cuantas formas encuentran de disipar ese nudo en la garganta que les provoca la ausencia de proyectos para su vida. Existencias errantes, sin sentido, deambulan durante la semana como cuerpos sin vida para desahogarse los viernes y sábados por la noche en medio del alcohol sin freno, sexo descontrolado, comilonas, y cada vez con más frecuencia, estupefacientes que derriten sus neuronas. Así van a quedar los cerebros de los profesionales del mañana… No hace falta decir hacia donde nos lleva esta cultura de muerte, estas existencias  epicúreas, donde el objetivo no es existir  para trascender, sino morir habiendo “disfrutado” lo más posible. 

Mientras tanto, a los ancianos les aplicamos  la eutanasia de la soledad. Tal vez los abuelos del país incomodan demasiado a todo el resto con sus recuerdos que rememoran un país que tenía otras miras, y los habitaba una  población que sabía pensar y trabajar.  En algún punto nos veremos obligados a decidir hacia dónde queremos caminar, y eventualmente replantearnos seriamente si todo lo que pensamos nos está llevando hacia un final feliz. Como decía el gran General Manuel Belgrano luego de Ayohuma: “Aún hay un sol que nace cada día, y un Dios en el cielo que nos protege”. Cada día la vida nos da la posibilidad de comenzar de nuevo, de decir basta, y de iniciar esa dolorosa ascensión para salir del pozo en el que alegremente nos hemos metido. Debemos dejar  de tolerar lo que es intolerable, de aceptar lo que es inaceptable, de convivir con realidades que deben ser enfrentadas… No dejemos pasar muchos años más, no sea cosa de que un día, la superficie del hoyo esté tan lejos ya que nos sea imposible volver a alcanzarla. No dejemos que el paso del tiempo nos condene a vivir para siempre en la oscuridad y el miedo.

Autor: Rodolfo M. Lemos González

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