ESPERANZA
"The Conqueror" (1884) de Edmund Blair Leighton (1852-1922)
“El hombre razonable se adapta al mundo; el irrazonable intenta adaptar el mundo a sí mismo. Así pues, el progreso depende del hombre irrazonable.” George Bernard Shaw (1856-1950)
Mi visión acerca de la esperanza, atada al concepto que surge de la doctrina tomista, difiere en gran medida del significado que le asigna genéricamente el resto de la sociedad contemporánea.
Para el católico que ha tenido la oportunidad de leer a los Doctores de la Iglesia, la esperanza no tiene que ver con la creencia necia de que todo va a salir bien, que nos impulsa a pensar que las cosas van a mejorar. Por el contrario, para el pensamiento cristiano original la esperanza es la fe y la convicción firme de que en el fin de los días serán los hijos de la luz los que van a prevalecer sobre todos los demás gracias a la intervención de Nuestro Señor Jesucristo que vendrá nuevamente para definir esta batalla y dar fin a nuestro tiempo de peregrinación.
Se desprende de esa definición, que tener esperanza va mucho más allá del ingenuo anhelo de percibir mejorías en un corto plazo, o del cándido pensamiento donde creemos posible que éstas puedan lograrse valiéndonos para ello sólo de nuestras propias fuerzas.
Así, para el pensamiento cristiano la triste realidad que hoy nos rodea podría empeorar, nuestras batallas podrían verse truncadas por las viles acciones de nuestros enemigos, y en última instancia padecer en nuestro camino todos los males que sufren los vencidos que caen en la defensa de ideales que ni siquiera pertenecen a la realidad terrenal.
Los cristianos sabemos que nuestra verdadera bandera no pertenece a ninguna nación mundana. Nuestros estandartes responden a otro reino, el Reino de los Cielos. Nuestras acciones no están digitadas por las órdenes de un monarca, un dirigente político, o las convenciones sociales de cada época. Nuestras vidas están, o deberían estarlo, fundadas en una doctrina milenaria que ha sido transmitida de generación en generación a través de los Sacramentos, y mucho antes por los profetas que vivían en el desierto.
Para poder hacer frente a la adversidad, desde las bases de nuestra Fe, es conveniente tener bien claro este concepto de esperanza que es muy propio de nuestra teología. De esta manera podremos estar listos para enfrentar dificultades sin vacilar, y luego aceptar resultados adversos sin desanimarnos. Hay muchos que ante las primeras derrotas han renunciado a su Fe, y han renegado de nuestras tradiciones. Se sienten “estafados”, sienten que “Dios los ha dejado solos”.
Este tipo de reacción deja en evidencia las falencias de una Fe mal aprendida, que lejos del verdadero pensamiento cristiano, pretende manipular nuestra doctrina como si se tratase de una superstición pagana. A estas personas les recomendaría que revisaran nuestros Santos Evangelios, y me explicaran acaso a dónde se enuncia una promesa de una victoria asegurada en nuestra vida terrenal.
El premio del verdadero cruzado de la cristiandad no es el vano orgullo, el falaz respeto de nuestros contemporáneos, o una vida plena y asida a la comodidad. Por el contrario, nuestro caminar es peregrinar, y nuestro premio llegará con una vida celestial al lado del Padre luego de que hayamos nosotros también nuestra propia cruz hasta el Gólgota. “Nadie puede llegar a Cristo sin pasar por el Calvario” repetía una y otra vez el Santo Padre Pío de Pietrelcina.
Entonces, debemos caminar sin miedo, pero conscientes de que nadie tiene una vida tranquila asegurada, y sabiendo que si comenzamos a vivir heroicamente nuestra cotidianeidad, los ataques no tardarán en llegar. Y no podemos saber cómo quedaremos parados luego de los embates del mal. Lo único que cuenta es que el corazón se mantenga puro y asido la Cruz de nuestro Señor Jesucristo. Lo demás es accesorio. ¿Tenemos muchos amigos? Mejor así, tendremos mucha gente que escuchará nuestras palabras. ¿Nos han dejado solos por testimoniar con el ejemplo de vida una Verdad que avergüenza al ciudadano post-moderno? Nada importa. No vinimos a este mundo para ser aplaudidos por quienes viven en pecado, sino para incomodarlos con nuestro silencioso testimonio. Cuando hayamos entendido la verdadera batalla que se está definiendo, y el gran premio que nos espera, todo lo que antes parecía ser tan importante, se convertirá en algo tan absurdo y sin importancia como el polvo que arrastra el viento. La única compañía que realmente vale la pena resguardar es la del Espíritu Santo y la de la Santa Virgen. Son ellos acaso los únicos de los que no deberemos separarnos nunca. El resto de los seres humanos son elementos cambiantes, que posiblemente hoy estén a nuestro lado, y mañana no. No hace falta ni siquiera mencionar elementos mucho más insignificantes como la fortuna, la fama, el reconocimiento, o los aplausos. Los grandes de todas las épocas, aún sin ser creyentes, sabían perfectamente cómo son las reglas caprichosas con las que se mueve la mediocridad humana. Así lo expresaba Gustav Mahler “Ni deprimido por el fracaso, ni seducido por los aplausos”. Los sentimientos de los héroes verdaderos no dependen jamás de la reacción del mundo frente a sus acciones. La justa causa que defienden, y la satisfacción del deber cumplido bastan y sobran para poder volver a la liza una y otra vez.
Sólo cuando los católicos tomemos real consciencia de nuestra naturaleza, de nuestro rol, de nuestra función en estas tierras, podremos acaso poder aunar fuerzas, para intentar fundar la utópica “Civilización del Amor” de la que nos hablaba San Agustín. Digo utópica, porque según las limitaciones de nuestro raciocinio humano, esa civilización no podría existir en la forma ideal en que la describía el teólogo. Pero según nuestra Fe, esa utopía dejaría de serlo para transformarse en una posibilidad concreta a través de la participación de nuestro lado del Santo Espíritu de Dios, que nos asiste y guía, y que por su fuerza creadora todo se convierte en posible y realizable.
Los cristianos debemos asumir nuestra situación sin darle demasiadas vueltas. Somos, y seremos siempre exiliados del Paraíso. Deambulamos sin verdadera pertenencia a ningún reino, nación, u organización social… Sólo podremos pertenecer, en el más pleno sentido de la palabra, a alguna de las construcciones políticas del mundo moderno si hacemos de ellas, con sus leyes y realidades, un lugar que sea al menos un tenue reflejo de la Ciudad Celestial. Esa es, por consiguiente, nuestra tarea principal. Acercar la realidad de la Patria en la que hemos tenido el azaroso destino de nacer, a un estado de Gracia que permita poder aspirar a vivir sin vergüenza nuestros apostolados, donde la JUSTICIA; el AMOR, y la VERDAD sean las bases sobre la cual se cimente la convivencia de sus ciudadanos. Y esta realidad no se concretará sino a través de la suma de las pequeñas realidades de cada ciudadano, donde brillará el heroísmo supremo de la cotidianeidad, que es mucho más sólido y meritorio que el de las fugaces apariciones grandilocuentes. Nuestra vida, con sus pequeños dolores, sus sorpresas, sus alegrías, sus tristezas, su rutina, su cansancio, su dicha, que nos acompañan a diario será el verdadero campo que transformaremos en templo del Santo Espíritu. Nuestras acciones se trasformarán entonces en oración, y nuestros días en un altar que se elevará hasta lo alto, bajo el signo de la entrega desinteresada.
Sólo la verdad nos hará libres. Sólo la verdad nos puede colocarnos bajo el umbral del a protección divina que nos defenderá de las tinieblas. Sólo luego de estar a resguardo podremos salir, armados con la espada de la virtud y el escudo de la Gracia, a darles batalla cuando sea necesario en sus diferentes expresiones terrenales. Como dijo una vez un amigo mío a quien respeto muchísimo, el Comodoro Pablo Carballo, toda nuestra vida se resume finalmente la lucha histórica entre el bien y el mal.
El bien y el mal… Los famosos “Dos Ejércitos” que describía San Ignacio de Loyola, que responden a las órdenes de los dos “Generales” como enunciaba José María Escrivá de Balaguer, no son otros que Dios y Satán. Y cada ejército buscará derrotar a su oponente. Sus fuerzas han sido desplegadas sobre la faz de la Tierra, y nadie pudo, puede, ni podrá permanecer neutral en esta guerra de dimensiones cósmicas.
A través de las distintas Revelaciones nos ha sido adelantado el resultado final del conflicto, que terminará incluso con nuestra propia realidad terrenal, finalizando este exilio, y llevándonos a todos los soldados de la luz nuevamente al Paraíso de donde caímos con Adán en el principio de los tiempos.
Transmitir esperanza tiene que ver con recordar esta lucha de ayer y de hoy.
Negar esta lucha, negar el costo que implica pertenecer a uno u otro bando, es negar la base misma de nuestras creencias más profundas. Y en esa negación, de forma consciente o inconsciente, hay un coqueteo con las fuerzas del oponente. Negar la oscuridad, negar el MAL que nos rodea, hacer creer a los demás que por nuestras propias fuerza podremos acaso hacer retroceder al Señor de las Tinieblas, es no sólo negar las palabras del mismo Cristo, es también pecar mortalmente ocultando a los soldados de la oscuridad de la vista del rebaño de Dios.
Hablar con palabras de esperanza, ante todo es hablar con palabras de Verdad. No puede haber frutos verdaderos de esperanza si en nuestras palabras se ocultan venenosos sofismas y construcciones falaces. Reconozco que a veces la Verdad, aunque liberadora, no es necesariamente muy amable. En muchos casos no hay nada más doloroso que una fuerte dosis de sinceridad. Abrir los ojos a las grandes verdades eternas nos puede acarrear más de un sinsabor. Pero lo contrario, es dulce mentira donde “todo está bien, y todo es bello”; es simplemente dañina, tóxica, y finalmente mortalmente destructiva. No hay mayor mentira, ni existe acaso algún discurso peor intencionado, que aquellos que tendenciosamente pretenden mostrarnos una realidad ficticia donde no hay realmente malos y buenos, y nuestra concepción del Mal y del Bien queda desdibujada. A través de esas corrientes ideológicas, estas nociones bien concretas en nuestra tradición, pasan a ser cuestionables, y dejan de ser elementos concretos, para pasar a ser parte de una nebulosa formada por meras construcciones teóricas o representaciones simbólicas.
Decirle al rebaño que no hay lobos, o que los lobos no están dando vueltas en torno nuestro siempre al acecho buscando nuestra muerte espiritual, no es transmitir esperanza, es conducirlos a su perdición, es tenderles una trampa siniestra. Intentar hacer la realidad más amigable, negando la presencia permanente y asediante de las fuerzas que responden a la Oscuridad, es una forma de luchar para sus filas tenebrosas, a través de la militancia en una campaña sombría que persigue el objetivo de que los fieles bajen su guardia y estén más indefensos.
Debemos abrir los ojos a la realidad, y no asustarnos de llamar a las cosas por su nombre. Debemos reconocer la lucha desigual que estamos peleando. Una lucha de la que hace falta decir, no podremos escapar. De una u otra manera estaremos dentro de ella. No porque neguemos la existencia de algo, ese "algo" dejará de existir. Aunque no creamos y nos llamemos "ateos" o practicantes de una cristiandad "light", esa lucha épica seguirá desarrollándose en torno nuestro.
Vivimos bajo fuego enemigo, y somos heridos a diario por una avalancha de contra sentidos y anti-valores. Si no tomamos consciencia urgentemente, terminaremos irreversiblemente cayendo en las fauces de ese león invisible y hambriento que ronda en torno nuestro todo el tiempo.
Mis textos, escritos desde una profunda oración y meditación, no pretenden otra cosa que aportar desde mi humildísima capacidad personal una ayuda para que más cristianos puedan abrir los ojos a la verdadera naturaleza de estos tiempos raros en que vivimos. Son tiempos raros porque incluso pastores y líderes cristianos han sido captados en una proporción aberrante como nunca se había visto antes. Son tiempos raros porque jamás en toda la Historia del Catolicismo hubo tanta reticencia institucional para hablar de estas cosas. Nunca como desde hace pocas décadas atrás, nuestra Madre Iglesia esquiva con tanto esfuerzo hablar de esta realidad, que durante siglos había sido su piedra fundacional: la batalla diaria entre Cristo y las fuerzas del Demonio.
Es una lucha entre un bien y un mal concretos, no representaciones abstractas o filosóficas de la interioridad de cada persona. Son épocas difíciles donde el verdadero católico deberá discernir con mucho cuidado todo lo que lee, observa, y vive a diario. Transitamos una época que carga con el peso de una lucha que nadie o muy pocos se atreven a denunciar con palabras claras. La post-modernidad se ha llevado por delante muchas de nuestras tradiciones, y ha sabido enviar sicarios filosóficos hacia nuestras creencias más remotas, para apartarnos del camino de la luz, y sumergirnos en la incertidumbre y la confusión.
Hablar en los términos que se expresan en esta nota genera en el acto una desacreditación general por oscurantismo, medievalismo, y finalmente, una estigmatización a través de un concepto mal entendido de fanatismo religioso. Hace falta armarse de verdadero valor para atreverse a mirar la realidad a la cara, sin esquivar lo triste o dramática que nos pueda resultar lo que allí encontremos. Lamentablemente, aunque muchos sinceramente quisiéramos que no fuera así, los teólogos medievales no se equivocaban ni eran presas de una grave falta de inteligencia como algunos nos dicen en el presente.
Más cerca de nuestros días, el gran León XIII supo advertir esta realidad concreta, la existencia de un conflicto previo a la creación del hombre, la verdad acerca de una batalla casi eterna entre dos antagonistas bien demarcados. Por eso, luego de su famosa visión, ordenó la creación de la hoy olvidada "Oración al Arcángel Miguel" con la directiva de que se rezase en todas las misas. Dicha oración no titubea a la hora de describir la colisión diaria que tiene lugar entre las alturas y el abismo, con los seres humanos y toda la creación en el medio. En estos temas no podemos darnos el lujo de ser "políticamente correctos" y permanecer callados, porque "queda mal" o “no es de buen gusto”.
Ojalá los conceptos teológicos de los ángeles caídos o de Satanás sólo fuesen invenciones para asustar a los niños. No es así.
Y desde la falaz negación de su existencia, desde el peligroso relativismo moral en que estamos sumergidos (donde se niega incluso la naturaleza de bondad y maldad que se desprenden de nuestras acciones) estos elementos oscuros operan con casi total impunidad. Los evangelios son más claros que al agua al respecto. Sin embargo, proliferan en nuestro presente teólogos que reinterpretan ciertos pasajes y versículos como si de metáforas o figuras simbólicas se tratase. Incluso los sacerdotes en general demuestran hoy una alarmante timidez (que roza una falta grave contra su deber pastoral) a la hora de tocar esta realidad, cuando deberían ser los primeros en arrojar luz sobre el asunto, para evitar que más cristianos sean presa de la confusión en que el mundo se esfuerza por meternos a todos.
Estamos obligados a abrir los ojos, a cambiar de mentalidad.
Si perseveramos en esta cómoda ceguera nunca podremos luchar como verdaderos “Soldados de Cristo” para convertir nuestra Patria herida en el Reino de los Cielos, y erradicar de una vez y para siempre de estas latitudes a unos pocos díscolos que se han atrevido a convertir la casa de nuestros antepasados en una cueva de ladrones.