Ser católico en la universidad del pluralismo

NOTA DE OPINIÓN Lunes 1 de Septiembre de 2014

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"las diferencias se expresan en diversas voces convocadas al gran banquete de la verdad, al que estamos todos convidados"

Inés Riego de Moine, doctora en filosofía y Presidente del Instituto Emmanuel Mounier de Argentina, comparte en Acto y Potencia este artículo que lepublicara “La Voz del Interior” en su página central. Habla de su experiencia en la Universidad Nacional de Córdoba y de las dificultades que encontró por ser una docente católica.

Autor: Dra. Inés Riego de Moine

Hace tiempo que los argentinos venimos aprendiendo el valioso significado de la palabra “pluralismo”. Si aceptamos definir el pluralismo como aquella actitud humana que respeta las ideas, creencias y opiniones de los demás sin que ello implique debilitar o resignar las propias cayendo en el relativismo, es correcto afirmar que una sociedad como la nuestra, argentina y cordobesa, que alienta la libertad religiosa e ideológica como derecho y deber indispensables para una convivencia sana y digna de llamarse libre y democrática, debe inscribirse necesariamente bajo el nombre de “sociedad pluralista” -al menos es lo que proclama su “carta magna de humanidad”, eso que podemos señalar como su ideario.  Esto es tan sencillo como decir que, pensando y creyendo lo que pienso y creo, respeto lo que piensa y cree el otro que es diferente a mí. Ya lo dijo Mahatma Ghandi rezando a su Dios en esta hermosa y profunda oración:

“Señor…

… Ayúdame a decir la verdad delante de los fuertes y a no decir mentiras para ganarme el aplauso de los débiles

Si me das fortuna, no me quites la razón.

Si me das éxito, no me quites la humildad.

Si me das humildad, no me quites la dignidad.

Ayúdame siempre a ver la otra cara de la medalla,

no me dejes inculpar de traición a los demás por no pensar igual que yo”.

Es que el sentido universal del pluralismo no es privativo de Occidente ni del cristianismo sino de la entera humanidad, pues no hace otra cosa que reflejar, en lenguaje comunitario, la ley inscripta en el corazón de todo hombre de buena voluntad: “respetarás al otro que no piensa igual que tú”. Con muchísima más razón debe aplicarse este precepto en la Universidad pública, universidad del pueblo y plural, donde el “versus unum” de su etimología señala el lugar donde lo diverso se hace unidad, donde las diferencias se expresan en diversas voces convocadas al gran banquete de la verdad, al que estamos todos convidados: los docentes, los alumnos, los funcionarios y los ciudadanos a los que debe servir. No dudo que la mayoría de las veces triunfa esta actitud: figurémonos qué sería del progreso de las ciencias y las tecnologías si cada cual atendiera a su propio juego y juicio sin prestar atención al juego y juicio de los demás; el conocimiento científico colapsaría, se fagocitaría a sí mismo, porque no hay saber que no sea comunitario y comunicante de suyo, que no se geste y proyecte comunitariamente, siendo justamente ese elemento común que llamamos “intersubjetivo” -porque se da “entre sujetos”- la delicada trama humana en que se va tejiendo el cúmulo del saber. Fíjense, a tal punto respetamos y consideramos “el saber” -que en un altísimo porcentaje se construye dentro de la misma universidad- que hoy nos autodenominamos “sociedad del conocimiento” y “sociedad de la información”, y desde este signo plural nos pensamos y pensamos la realidad.

A los católicos, que también formamos esa pluralidad, nos toca o nos ha tocado actuar en la universidad del pluralismo, específicamente en la Universidad Nacional de Córdoba, sin por ello negar el carácter plural de las universidades privadas que interactúan en nuestro medio. ¡Enhorabuena que así sea! Sin duda que nuestro papel de profesores católicos -carácter difícilmente disociable pues la persona es una, encarnando su vocación docente a la vez que su condición de creyente- se expone mucho más en el ámbito de las ciencias sociales y humanidades que en el de las ciencias naturales o exactas, pues es en el terreno de las ideas donde se libran “cuerpo a cuerpo” los debates -a veces verdaderos “combates”- entre las diversas posiciones filosóficas, antropológicas, éticas, políticas, etc. Cuando rige el impulso de la verdad, la recta ley académica de respeto irrestricto a la libertad de pensamiento, ¿qué se puede esperar de la universidad sino que sea el espacio ideal de cálida acogida al diálogo de las diferencias?, ¿a qué se puede temer cuando las personas en su autonomía y recta conciencia moral deciden jugar el juego limpio de la verdad?

Lamentablemente esta digna actitud, esperable y deseable por todos, dista mucho de la realidad para quienes, en el marco de la Escuela de Filosofía de la Facultad de Filosofía y Humanidades, no hemos resignado al anonimato nuestra condición de católicos sino que hemos querido brindar a nuestros alumnos la posibilidad de acceder, a la par que a los pensadores ateos o agnósticos, a aquellos otros forjadores del pensamiento cristiano y católico, que no se limitan al Medioevo tachado a priori de “oscurantista” sino que, habiendo florecido en la plenitud del siglo XX, hoy son condenados al peor ostracismo. Me refiero a figuras de la talla de Edith Stein, Emmanuel Mounier, Gabriel Marcel, Jacques Maritain, Xavier Zubiri, Karol Wojtyla, y una larga lista de magníficos autores condenados a un silencioso índex prohibido, no escrito pero vigente… Y lo peor de todo es que una buena parte de nuestra juventud estudiosa, ávida de conocer la verdad en buena ley y en todo su derecho a informarse para poder formarse, se ve privada de este riquísimo horizonte de ideas y por ende también de valiosos elementos coadyuvantes para un justo juicio de valor a la hora de decidir una postura o adhesión personal.

Recientemente se escuchó a un profesor de filosofía decir a sus alumnos en plena clase: “En esta facultad no queremos católicos”, expresión que no hace falta analizar pues resume muy bien el aroma anticatólico reinante  -“cristofóbico” sería el calificativo preciso-, más propio de un dogmatismo vulgar que del buen pluralismo que aquí se esgrime sólo de palabra, porque los hechos dicen otra cosa. ¿Qué dicen? Que los docentes católicos que logran mantenerse en su puesto en esa unidad académica es porque alguna concesión han hecho al poder de turno y ya casi no los hay; que varios profesores católicos  que han accedido a sus cargos por concursos legales, o bien se han ido solos, asfixiados en ese ambiente insolidario, o bien han sido desplazados por otros apadrinados por docentes influyentes que no tiemblan al decir “ese cargo ya tiene nombre y apellido”, aún antes de ser concursado; que los alumnos católicos deben elegir muy bien el tema o autor que trabajarán para acceder al ansiado título porque ya saben que determinados pensadores o corrientes son vedados y declarados no gratos para los tribunales que los evaluarán, lo cual implica el riesgo de no recibirse nunca además del “descrédito académico” de confesarse católico.

De ninguna manera significa esto una invitación al pesimismo y la desesperanza, como los maestros y profetas del pesimismo contemporáneo se esmeran todavía en justificar su triste lugar. Todo lo contrario. Si denunciamos es porque honramos la justicia y porque el recto reconocimiento de la realidad sirve para impulsar su mejora, liquidando los miedos y fortaleciéndonos en el ejercicio de la verdad, la única que nos salva de la tiranía de la confusión y nos libera de la trampa de la mentira. No sirve bajar los brazos sino alzarlos en cruz, acogiendo a mis prójimos católicos y no católicos, sabiendo que la verdad que nos propone Cristo es Él mismo y su testimonio de camino, verdad y vida, siendo católicos en pie de igualdad con los que no lo son sin tener que pedir permiso para ser, ni resignar nunca el compromiso y la valentía de la acción, ni la lucidez y el amor que reviste a los hijos de la luz. No se nos pide otra cosa, sólo nos resta aceptar con alegría el desafío.

Autor: Dra. Inés Riego de Moine

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