LA ESPADA ROTA

NOTA DE OPINIÓN Miércoles 22 de Octubre de 2014

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"Su cuerpo estaba surcado de heridas recientes que daban fe de su lucha desesperada, a través de las cuales la vida se le escapa con lentitud."

Autor: Rodolfo M. Lemos González

1826

Mientras uno de los federales le quitaba la última de sus prendas, otros  levantaron  su sable del suelo… Lo pasearon orgullosos por encima de sus cabezas como el trofeo supremo  entre vítores  y salvajes alaridos, mientras otros hondeaban como banderas sus ropas ensangrentadas. Los brabucones se encontraban presos de un frenesí desquiciado, como si acabaran de derrotar a un verdadero monstruo extraído de la mitología griega.

 Ese monstruo no era otro que el bravo  tucumano, ahora vencido,  quien yacía completamente desnudo sobre la tierra arcillosa y reseca bajo el sol blanco y abrasador de la siesta tucumana.

Su cuerpo estaba surcado de heridas recientes que daban fe de su lucha desesperada, a través de las cuales la vida se le escapa con lentitud.

Decidido a no entregarse con vida, había luchado encima de su caballo hasta el último minuto, cuando ya no quedaba más nadie para secundarlo. Abandonado por sus últimos soldados, sólo frente a todos los que quisieran cruzar espadas con él, se había debatido entre el infierno y la gloria como poseído de una furia bíblica, a pesar de estar rodeado por todos lados. Olvidado por la suerte y los Santos, arrinconado entre el orgullo y la vergüenza, se había convertido en el ojo de un huracán de acero que prodigaba tajos veloces y fulminantes en todas direcciones. Varias veces lo habían alcanzado los sablazos de aquel gauchaje, pero nada había podido sacarlo de su silla. En torno suyo habían caído como moscas, heridos de muerte, presas de una mezcla de asombro y terror, los desafortunados federales que se habían aproximado temerarios  para tratar de prodigarle el golpe final a ese guerrero  que continuaba  esgrimiendo su sable a pesar de todo, como un rayo plateado que parecía capaz de cortar en dos  el aire. Finalmente, su caballo sucumbió, y cayó a tierra. Escondidos detrás de su superioridad numérica absoluta, aquellos cobardes no perdieron el tiempo, y aprovecharon ese lapso desafortunado del guerrero caído en desgracia  para picarlo con cientos de lanzas desde lejos, mientras trataba de ponerse de pie. Entre gritos y puteadas, el veterano había logrado incorporarse y derribar a un último bellaco, que cayó como una piedra de su montura. Finalmente, un estampido seco hizo enmudecer a todos, y el desgraciado veterano se desplomó  herido por un infame mosquete que destrozó su  rodilla derecha.

Cuando el hombre quedó tendido de espaldas contra el polvo, indefenso, y derrotado, el gauchaje explotó en vivas y maldiciones, lanzándose como un rayo al pillaje de sus ropas.

El guerrero  buscó desesperado con la mirada a su alrededor pero no pudo encontrarla. Su espada ya no estaba en el suelo. Levantó la vista, y alcanzó a divisar, cegado por el sol, al jefe de aquellos montoneros que sostenía desafiante su sable en el aire.

 El líder de aquellos gauchos incivilizados tomó el acero y mirando fijamente a su oponente, lo tiró  al suelo furibundo. Sus ayudantes desmontaron, y lo acomodaron sobre algunas rocas, y se prepararon para ejecutar ese extraño y bárbaro ritual, la última mortificación del caído. Entre risas y chirridos de los corceles, uno a uno fueron haciendo pasar los cascos sobre la hoja toledana que se resistía estremecida y vibrante  a aceptar tan  indigno final. Al cuarto caballo que pasó por encima, pisoteando el sable del caído, sus uniones no pudieron soportar más  tan titánico  esfuerzo, y se quebró cerca de la empuñadura. Su dueño, incapaz de pronunciar palabra con  su mandíbula dislocada, intentaba en vano gritarles  algo, advertirles el sacrilegio que acaban de cometer, echarles en cara su barbarie resentida... Pero no pudo emitir más que un murmullo inentendible, mientras sus ojos enrojecidos de cólera y dolor observaban cómo aquéllos salvajes se alejaban al galope exhibiendo al sol los restos de su sable de caballería, ahora destruido y profanado, que terminaría quien sabe dónde, perdido para siempre. Esos montoneros no  tenían ni la más remota idea de la historia que había detrás de ese acero castellano…

Todos se habían ido, dejándolo abandonado en su agonía, tendido sobre un claro ardiente en medio de un descampado cubierto de cadáveres de uno y otro bando. Su garganta quería gritar, su lengua se debatía en el dolor, mientras trataba de formular palabras inciertas. Su mirada centelleaba, y la vista era borrosa y sanguinolenta.  A sus espaldas podía escuchar los suspiros entrecortados de su caballo, con sus pulmones atravesados por las balas fulminantes de sus enemigos. Luego, súbitamente, no lo escuchó más. Pudo percibir en el suelo, el suave temblor de todo el cuerpo del animal que se convulsionó durante apenas unos instantes, para luego quedar petrificado.

Haciendo uso de las últimas fuerzas que le quedaban, intentó mover su cuello para observar los restos de su compañero de eternas cabalgatas. Pero lo que vió sólo pudo confirmar sus temores, y lo terminó de convencer de que el  primitivismo de las montoneras no conocía límites. Le habían cercenado a sablazos sus dos piernas delanteras, que se habían llevado como un trofeo más, junto a su chaqueta, su ensangrentada camisa, sus botas, y hasta sus calzones... Ni siquiera los indios ofendían de tal manera a los derrotados. El gauchaje, presa de una borrachera de violencia y muerte, había superado cualquier límite.

Volvió su rostro al cielo, limpio, cristalino, y desolador. El firmamento estaba surcado por las oscuras y macabras siluetas de las aves de rapiña que en breve se lanzarían sobre ese festín cadavérico. El sol estaba prácticamente encima suyo. Sus rayos lo herían, y su sudor penetraba en sus heridas abiertas causándole un ardor indescriptible, mientras podía sentir en la yema de sus dedos cómo la tierra arcillosa se resistía a absorber los hilos de sangre que corrían sobre su pecho como si fuese un Cristo en Viernes Santo.

A la furia le siguió una calma inexplicable. Todo había terminado. Nunca había imaginado que ese sería su final. Siempre había creído que moriría en batalla, pero había soñado despierto con algo un poco más noble. Su situación era lastimosa, y sus ojos resecos por el polvo y el humo lloraron sin lágrimas, en una mezcla de impotencia y confusión. Finalmente dejó de resistirse ante el cansancio atroz que pesaba como un yunque sobre su corazón exhausto, y cerró los ojos, encomendando su alma al Santísimo, convencido de que finalmente le había llegado la hora.

Una nube de polvo cubría el lugar. Las siluetas de la montonera ya no eran más que un punto sobre el horizonte que se alejaba. Pero el final aún no llegaba. El tiempo parecía haberse paralizado. Cada instante representaba una eternidad. De repente, se sintió sobresaltado por el graznido terrorífico de uno de esos pajarracos que ahora se paseaban a escasos metros de distancia. “Todavía estoy vivo…”, pensó, casi lamentándolo, imaginando que el horror podría alcanzar dimensiones dantescas si   debía soportar consciente cómo le atacaban el rostro los picos nauseabundos de aquellas bestias emplumadas.

 Respiró hondo, y trató de darse vuelta. Pero le fue imposible, le dolían todos los huesos. Sin más remedio, estiró los brazos y comenzó a arrastrarse de espaldas hacia una zanja que sus hombres habían excavado de urgencia improvisando una fallida trinchera para resguardarse de los cañones riojanos. Ayudándose con la única pierna que podía mover, fue avanzando de a centímetros, a paso de caracol, hasta llegar al borde de la zanja. Le dio un último vistazo al predio, y suspiró aliviado de haber podido dejar lejos a esos aguiluchos, que de momento estaban entretenidos con otras víctimas. Sin pensarlo demasiado, se dejó caer como una bolsa de arena sobre el fondo oscuro de la trinchera. La caída de apenas un metro, le pareció como si lo hubiesen lanzando desde la torre más alta del fuerte de Buenos Aires. Una vez en el fondo, apenas más fresco que en el exterior, se acomodó contra una de las paredes, al resguardo de los rayos del sol, escondido de la mirada acechante de los gavilanes. Allí se quedó inmóvil, aguardando el final de todas las cosas.

 Tirado sobre el fondo de un zanjón perdido en un páramo conocido como “El Tala”, por momentos medio despierto, en otros  medio dormido, se dejó arrastrar por cientos de recuerdos. Buscando, tal vez,  una imagen feliz para despedirse de su existencia terrenal…  Y la encontró  en medio de  los lejanos tiempos de antaño, procurando arrojar fuera de sí las escenas terribles  que había contemplado en ese mediodía implacable. Lo único que lamentaba profundamente era la ausencia de alguno de sus tan queridos caramelos de azúcar, para mitigar el dolor intenso que lo envolvía en esos últimos instantes… Pensó en aquel día, distante, donde él con apenas dieciocho años había sido llamado por el vencedor de San Lorenzo para intercambiar  unas palabras. Al militar que luego sería conocido como el “Libertador”, le había llamado la atención la inusual y antigua espada que colgaba del cinto del joven oficial. Ennegrecida por el tiempo, su hoja larga y delgada formaba una cruz con la empuñadura, y poseía una cazoleta ropera. “¿De dónde sacó eso, Capitán?” le preguntó sin muchos rodeos el jefe de los granaderos, mientras tomaba su café. “Ha sido un regalo de mi tío, ha pertenecido a mi familia por varias generaciones”, expuso lacónicamente el joven. “Déjemela un minuto” le ordenó el General. El joven desenvainó y le extendió la empuñadura  con un movimiento reflejo. En los últimos meses se había acostumbrado a aprestar  rápido el acero ante las sorpresivas embestidas realistas, y había adquirido cierto automatismo en el ejercicio rutinario de extraerla de su depósito de madera y cuero. El General se puso de pie, y caminó algunos pasos hasta detenerse al centro de su amplia carpa, casi vacía, a excepción de un humilde catre de campaña, un antiguo baúl, y el gastado escritorio sobre el cual descansaba una carta en la que anunciaba su renuncia como Jefe del Ejército del Norte. El joven oficial se alejó un poco, ofreciendo espacio para el jefe de los granaderos que blandía en el aire la pesada espada, imitando los toques de esgrima que había aprendido desde niño  junto a los húsares del Rey.

Lo invadió un súbito ataque de tos, y el arma  fue a dar contra el piso de tierra. El militar se apresuró rápidamente a recogerla, pero un nuevo acceso de tos lo obligó a desistir y tuvo que sentarse  al borde de su catre. El joven levantó su espada, y le  alcanzó  la taza de café al jefe, que le agradeció con un gesto de su cabeza. Pasaron algunos segundos en silencio. Y finalmente, algo recompuesto, el General le preguntó “¿Y con eso ha estado peleando todos estos años?”. El joven quedó algo confundido, esperaba que el militar le elogiara su querida compañera de cientos de combates. No atinó a responder nada. El militar comprendió que había herido el orgullo de soldado del joven, y rápidamente agregó para suavizar sus dichos “Es un arma muy noble, propia de un caballero, de un hidalgo… Pero si me permite, algo antigua para estas lides; no lo cree?”. El joven envainó su espada con pesar. Mirando a sus botas, repletas de agujeros y cubiertas de polvo, finalmente sentenció “Es la única espada que teníamos los Aráoz, y la mejor arma con la que contaba para luchar cuando me enlisté. Nunca me ha fallado”. El General lo observó con detenimiento. Luego se puso de pie, con gran  esfuerzo, y caminó hasta su escritorio. Tomó su sable toledano, forjado al estilo de los modernos y filosos cuchillos curvos que tanto éxito habían tenido entre los húsares de Joaquín Murat en su campaña en Egipto. Su empuñadura era sencilla, y la cazoleta era del tipo prusiano. Se lo extendió al joven oficial, quien lo recibió totalmente desconcertado. “Bueno, quiero que me diga qué diferencia le encuentra con su espada” le espetó el militar, mientras volvía a sentarse en su catre. El Capitán de las guerrillas tucumanas extrajo la hoja reluciente de su vaina, y pudo apreciar lo liviano y ágil que se movía este sable corvo en su diestra. “Es otra cosa verdad?”-comentó el General – “Ese sable es el que yo utilicé en España, y el que recientemente me acompañó en la carga de San Lorenzo”.

El joven comprendió claramente el abismo tecnológico que se abría entre la pesada y larga espada que colgaba en ese momento de su cinto, y este sable que ahora sostenía. “Estoy realmente impresionado” dijo por fin, e  hizo el ademán de devolvérselo. “Nada de eso. Yo mañana me voy para Córdoba, y no sé cuándo podré reincorporarme al servicio activo. Posiblemente de la capital manden a otra persona a hacerse cargo de La Ciudadela… Es hora de que Usted tenga un arma moderna para seguir con esta guerra, joven. Quédeselo, y haga valer este obsequio. Espero que lo pueda usar dentro de poco…”. El tucumano volvió a admirar la reluciente  curvatura, ideal para las cargas a caballo. Estaba por decir algunas palabras de agradecimiento, cuando el militar le hizo gesto con la mano para que se fuese. El líder de los granaderos tenía realmente un temperamento complejo, distante y frío, pero al mismo tiempo capaz de gestos de desapego como el que acaba de realizar. El joven oficial lo saludó con una venia y se marchó a grandes zancadas. Desde afuera pudo escuchar cómo nuevamente la tos arremetía contra la los pulmones del General. Mientras caminaba despacio por entre las tiendas, observando su nuevo sable, pudo percibir el desconcierto y asombro de cuánto granadero y soldado del regimiento pasaban a su lado. Todos conocían perfectamente las marcas de la empuñadura de ese sable. Esa misma tarde, el joven Capitán cabalgó hasta la casa de su tío para devolverle su espada y hacer alarde del regalo que acababa de recibir. Desde entonces siempre pudo contar con el auxilio de esa pieza magistral de artesanía toledana. Al  cabalgar, con  la vaina metálica colgando de su cinto; pero  sobre todo en esos  momentos críticos donde debía  enfrentarse al peligro, cuando extraía con la velocidad del rayo esa resplandeciente hoja plateada; se sentía  un poco como el heredero del Vencedor de San Lorenzo.

Dedicado al General Gregorio Aráoz de Lamadrid (1795-1857).

Autor: Rodolfo M. Lemos González

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